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Joselito Sánchez del Río: el niño mártir michoacano

Se trata de un caso conmovedor, verdaderamente singular entre los mártires que regaló La Cristiada a México y a la Iglesia.

"Joselito" había nacido el 28 de marzo de 1913 en la población de Sahuayo, Michoacán, siendo hijo de Macario Sánchez y María del Río. En la iglesia parroquial de su pueblo, recibió el bautismo el 3 de abril del mismo año, y allí recibió los sacramentos de confirmación y comunión años después.


José fue un niño travieso y alegre como todos los niños. Jugaba a las canicas, corría con sus amigos por las calles empedradas y se iba al campo a cazar palomas güilotas con la resortera. Su afición por los caballos y a la vida campestre le fue normal desde pequeño, como a los demás chicos de Sahuayo.


En su casa conoció la pobreza y el trabajo desde pequeño, pero sobre todo, creció rodeado de unidad familiar y de los valores cristianos que dan sentido a la vida: la fe, la caridad hacia propios y extraños, concretados en una piedad sólida que le transmitieron sus padres. Desde que hiciera su Primera Comunión, José había tomado la decisión de cultivar una amistad sincera y fiel con Jesús.


El difícil contexto

Joselito (como le gustaba que le dijeran) había nacido en el amplio período conocido como la Revolución mexicana: aquélla fue una época muy difícil para las familias, los pueblos y ciudades de todo el país, por los episodios de violencia constante que se desarrollaban entre las diversas bandas de revolucionarios que se disputaban el poder.

Entonces la muerte se veía con más naturalidad que ahora: no era raro que cuando llegaba la noche, los vecinos escuchaban las balaceras y los gritos de los revolucionarios, junto con el ir y venir de sus caballos. Se oían relinchos mientras el jinete disparaba o caía muerto. Por la mañana, las mujeres que iban a misa y los hombres que salían a sus labores en el campo podían fácilmente encontrarse con cadáveres de revolucionarios o de gente pacífica, en el arroyo de la calle empedrada o detrás de alguno de los portales de la plaza.

Cuando José tenía 12 años estalló la guerra de los cristeros, o sea, el alzamiento de aquellos campesinos creyentes y jóvenes de la Acción Católica que lucharon en defensa de sus más sagrados derechos contra las leyes injustas del gobierno federal. La región donde él vivía era cien por cien cristera y, desde el inicio del alzamiento, los hombres y mujeres del occidente de Michoacán se distinguieron por su defensa valiente de la fe y de los derechos sagrados de Cristo. Gente de diversos pueblos como Cotija, Sahuayo, Jiquilpan, Santa Inés, Los Reyes y de otros lugares de la región, combatían por la causa de Cristo Rey y la defensa de sus derechos humanos más elementales, como es la libertad religiosa.

José se daba cuenta perfectamente de la situación y también la sufría en carne propia, puesto que su pueblo natal Sahuayo, se encontraba en una de las zonas más cristeras, donde el apoyo de la gente era masivo a favor de la religión y de sus valientes defensores.

José veía a los valientes cristeros que pasaban veloces en sus caballos por las calles de su pueblo, les oía gritar con gallardía: ¡Viva Cristo Rey!, ¡viva la Santísima Virgen de Guadalupe!, escuchaba los relatos que contaban los mayores sobre sus hazañas en el campo contra los perseguidores de Cristo. ¡Él también soñaba en irse con ellos para defender los derechos de Cristo Rey en su patria!


Su gallardía

Pero había un problema: sus papás no se lo permitían debido a su corta edad. José no se desanimó, y tanto insistió que, después de escribir varias veces al general de las tropas cristeras, con apenas 13 años logró que le permitieran enrolarse en las fuerzas cristeras que luchaban al mando del general Prudencio Mendoza, jefe de los cristeros de la zona de Cotija y sus alrededores.


José era bastante apreciado en la tropa cristera porque desde el inicio se distinguió por su servicialidad. Se le veía por todos lados del campamento, engrasando las armas, friendo los frijoles de la comida, cuidando que a los caballos no les faltara agua y pastura.

A su mamá, que con razón se oponía a sus deseos de ir a la lucha, debido a su corta edad, José le respondía:

“Mamá, nunca ha sido tan fácil ganarse el cielo como ahora”.

Con los demás cristeros, José rezaba todas las noches el santo rosario a María Santísima, antes de acostarse y descansar de la dura jornada. Era una vida de sacrificios y privaciones por amor a Cristo Rey y su Madre Santísima, la Virgen de Guadalupe. Así iban las cosas, cuando el 5 de febrero de 1928, durante el transcurso de un combate entre los cristeros y fuerzas federales en las inmediaciones de Cotija, el caballo del jefe Guízar Morfín resultó muerto de un balazo. Entonces, el valiente niño cristero saltó de su montura y se la ofreció a su jefe dirigiéndole estas palabras:


“Mi general, aquí está mi caballo. Sálvese usted aunque a mí me maten. Yo no hago falta y usted sí”.

Como era de prever, José quedó hecho prisionero, quien al igual que a otros cristeros, condujeron maniatados a Cotija. Allí se encontraba el general callista Guerrero, quien lo reprendió por combatir contra el Gobierno. José le replicó:


“Me han aprehendido porque se me acabó el parque, pero no me he rendido”.

Con él también cayó prisionero otro joven algo mayor de nombre Lázaro, originario tal vez de Jiquilpan.


Una carta para Mamá

Desde Cotija, José escribió a su mamá esta hermosa carta:

Cotija, Mich., lunes 6 de febrero de 1928 Mi querida mamá: Fui hecho prisionero en combate en este día. Creo que en los momentos actuales voy a morir, pero nada importa, mamá. Resígnate a la voluntad de Dios; yo muero muy contento, porque muero en la raya al lado de nuestro Dios. No te apures por mi muerte, que es lo que me mortifica: Antes diles a mis otros dos hermanos que sigan el ejemplo de su hermano el más chico, y tú, haz la voluntad de Dios. Ten valor y mándame la bendición juntamente con la de mi padre. Salúdame a todos por última vez y tú recibe por último el corazón de tu hijo que tanto quiere verte antes de morir.

José Sánchez del Río.

José se enteró de los esfuerzos que hacía su familia para liberarlo y pidió que no se pagara por su rescate ni un solo centavo. José ya había hecho su resolución de morir antes que traicionar en lo más mínimo a Cristo Rey. José escribió su última carta y la dirigió a una de sus tías:

Su último escrito

Sahuayo, 10 de febrero de 1928 Querida tía:

Estoy sentenciado a muerte. A las ocho y media de la noche llegará el momento que tanto he deseado. Te doy las gracias por todos los favores que me hiciste tú y Magdalena. Dile a Magdalena que conseguí que me permitieran verla por última vez y creo que no se negará a venir (para que le llevase la Sagrada Comunión), antes del martirio. Salúdame a todos y tú recibe como siempre y por último el corazón de tu sobrino que mucho te quiere… Cristo vive, Cristo reina, Cristo impera y Santa María de Guadalupe.

José Sánchez del Río.


Su martirio

El viernes 10 de febrero de 1928, cerca de las 6 de la tarde, sacaron al valiente niño cristero del templo convertido en prisión y lo trasladaron al cuartel. Al acercarse la hora de su sacrificio, los soldados del gobierno comenzaron por desollarle los pies con un cuchillo, pensando que José se ablandaría con el tormento y terminaría pidiendo clemencia a gritos, pero se equivocaron. Al sentir los tremendos dolores en su propio cuerpo, José pensaba en Cristo en la cruz y se lo ofrecía todo mientras gritaba ¡Viva Cristo Rey!

Los soldados lo sacaron a golpes e insultos del cuartel y le obligaron a caminar descalzo con sus pies heridos por las calles empedradas rumbo al cementerio. Su martirio llevaba ya algunas horas, pues pasaban las 11 de la noche cuando llegaron al campo santo. Los verdugos aún querían hacerlo apostatar de su fe aplicándole esos bárbaros tormentos, pero no lo lograron.

En medio del asombro y edificación de todos los presentes. Llegados al cementerio, se paró al borde de su propia fosa mientras seguía vitoreando a Cristo Rey. Los verdugos acribillaron su cuerpo maltratado a puñaladas, hasta que el capitán de la escolta decidió acabar con todo y disparó con su fusil a la cabeza del mártir, que ya se encontraba derrumbado en la fosa. Sus últimas palabras fueron:

“¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de Guadalupe!”

La conmoción y silencio respetuoso de los espectadores eran indescriptibles. Se oían suaves los sollozos de la madre de José, que lo acompañó hasta el último momento mientras rezaba por su hijo. Los habitantes del pueblo nunca habían presenciado algo semejante; los mismos soldados federales, que actuaron de mala gana obedeciendo las órdenes, estaban admirados de tanta valentía.

El cuerpo del niño mártir cayó en la fosa y quedó ahí sepultado como el de un animal, sin ataúd ni mortaja. Así recibió directamente las paladas de tierra. Eran las 11:30 de la noche del viernes 10 de febrero de 1928. El mártir de Cristo Rey entraba en la gloria, pero dejaba a todos sus paisanos y a los demás compañeros cristeros un ejemplo de valentía y de fidelidad a la santa causa, que sólo se podía explicar sabiendo que el mismo Jesucristo le había dado la fortaleza para comportarse como un auténtico mártir. – Pbro. Rubén Olguín Guerrero

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